En The Objective.
El aprendiz al sol
José Antonio Montano © (jamontano@gmail.com)
16.11.25
14.11.25
El aspecto lidibinoso de la Transición
[La Brújula (Opiniones ultramontanas), 2:47]
Buenas noches. No he leído las memorias de Isabel Preysler ni las del exrey Juan Carlos, porque yo (¡excusadme!) soy un lector hedónico. Pero sí las he rastreado, cruzándolas, con un propósito: atisbar si hubo hueco para que la reina de corazones y el rey de España tuvieran algo, un alguito. Preysler sí menciona varios encuentros con el monarca, pero en ocasiones públicas, cacerías y cosas así. Él, en cambio, no la menciona. Aunque tampoco menciona a Bárbara Rey. En fin, que no hay nada, pero a mi imaginación le habría gustado que sí. ¡Soy un sentimental! Ya que estoy aquí me gustaría hacer un comentario sobre el aspecto libidinoso de la Transición. Esto me lo hizo ver hace tiempo el novelista Juan Francisco Ferré, quien acaba de publicar en Anagrama Todas las hijas de la casa de mi padre, en que los personajes se ven afectados por las transiciones, también eróticas, de la Transición. Su narradora es una chica que transita maravillosamente hacia el lesbianismo; pero desde el punto de vista de un chico como yo (heterosexual, qué le vamos a hacer) se daba algo delicioso, aunque lo supimos más tarde. Resulta que nuestro objeto de deseo era el mismo que el de don Juan Carlos: Bárbara Rey. En mi caso, ella fue la primera mujer que vi desnuda, en algún Interviú distraído a los adultos. Pese a la democracia, se observaba una rígida jerarquía, digna de un bajorrelieve asirio. Los adolescentes le dábamos salida a nuestra pulsión con "la manito", mientras que nuestro rey lo hacía con toda su realeza. Pero era bello pertenecer a una misma comunidad de intereses sexuales. Sí, la Transición tuvo un indudable componente libidinoso... y eso engrasó (¡lubrificó!) la maquinaria democrática, dando aquella hija de penalty y al mismo tiempo querida: ¡la Constitución!
13.11.25
Savater para exaltar el corazón bumano
El nuevo libro de Fernando Savater, Ni más ni menos (Ariel), es estupendo en sí mismo, pero tiene un valor particular para los lectores de The Objective, ya que recoge los artículos publicados en este periódico digital. Aquí se leyeron bien, plenamente; pero verlos en papel, con el ritmo más pausado que este propicia, y todos juntos, potenciándose unos a otros, produce un placer entreverado de emoción. Es como si el trasiego del día a día hubiese dado un fruto noble, perdurable.
Esta mezcla la percibí cuando cayó en mis manos el primer libro de artículos, precisamente de Savater (con él descubrí el género): Sobre vivir, que es uno de mis favoritos junto con Instrucciones para olvidar El Quijote, Sin contemplaciones o A decir verdad. A partir de un determinado momento, eran los artículos que ya había leído en la prensa, sobre todo en El País, pero en su paso al libro siempre ganaban. La escritura de Savater, la mejor en español desde que él escribe para mi gusto (punzante y ligera, entretenida, limpia, lúcida, juguetona, elegante, con encanto y gracia), funciona tanto en el periódico como en el libro, pero en este se cumple mejor. Al fin y al cabo, lo que escribe en prensa son ensayitos: visiones de la actualidad con un toque de literatura y otro de filosofía.
En lo que a mí respecta, no me abandona el regocijo de publicar en el mismo periódico que él y mi otro articulista preferido absoluto: Félix de Azúa. Este honor me lo dio esporádicamente Jot Down y ahora me lo da todas las semanas The Objective. Al principio tuve el sueño de estar en El País, el periódico con el que me formé y el único con el que he mantenido una relación sentimental. Pero, claro, El País era para mí el periódico de Savater y Azúa. Sin ellos es otra cosa que ya no quiero.
Quién nos iba a decir que para mantener un discurso ilustrado en España sería indispensable criticar a El País, el beato boletín del oscurantista sanchismo. No haberlo hecho es lo que le faltó, por ejemplo, a Mario Vargas Llosa, impecable en todo lo demás. La salida de El País y el paso a The Objective les ha permitido a Savater y Azúa ejercer la crítica completa de un modo abierto. Como dice nuestro director Álvaro Nieto en el epílogo del libro, Savater escribe ahora "más desatado que nunca". A veces es bronco, como quizá no lo había sido antes. Pero es lo que le corresponde a nuestro embrutecido momento. Al igual que la claridad, responder a la realidad es una cortesía del filósofo. Y nuestra realidad es hoy la que es.
Ni más ni menos recoge solo los artículos políticos y de abrupta actualidad (es "una obra de combate", escribe Savater en el prólogo). Los personales y culturales, los consagrados a sus aficiones, que cultiva Savater con fruición, darían para otro libro suculento. En este hay un apartado especial al final con artículos sobre el nacionalismo, el independentismo y los restos del terrorismo, con el título de uno de sus libros gloriosos en los años duros de ETA: Perdonen las molestias. Pero el resto son artículos sobre la podredumbre desencadenada por el presidente Sánchez, ese "ególatra apasionado por el poder", y sus obedientes servidores; es lo mismo que decir que sobre la decadencia y el envilecimiento de la izquierda. Impresiona asistir a este desfile de fechorías... de las que aún no nos hemos librado.
A estas alturas lo único que me separa de Savater es la pujanza, que él tiene y yo no. Yo celebro su activismo, pero desde mi pasividad (salvo en la escritura). Quizá con esto no he aprendido su principal lección, pero carácter es destino. Eso sí, aunque no sirva en la práctica, estoy de acuerdo con la cita de Stendhal que aparece en el libro: "Sirve para exaltar el corazón humano". Savater me lo lleva exaltando más de cuarenta años ya.
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En The Objective.
9.11.25
Presumen del Watergate pero apoyan a Nixon
[Montanoscopia]
1. El que en esta semana informativamente tan loca el emérito Juan Carlos I haya tenido su parte de protagonismo, con la publicación de sus memorias y sus indiscreciones, hace pensar que él, y no Felipe VI, era el rey que le correspondía al sanchismo. Como ha dicho Teodoro León Gross, el exrey se está comportando más bien como un expresidente de república. De haberse mantenido en el trono, España tendría hoy una definitiva unidad de estilo (bajo). Solo cuatro años mediaron entre su abdicación y la llegada de Sánchez al Gobierno. Imagínense que hubiese aguantado: Sánchez sería hoy el dueño de todas las piezas.
2. El aplauso de los fiscales subalternos al fiscal general del Estado, en un receso del juicio en el que es el acusado, aunque no se sienta en el banquillo porque sigue ostentando su pompa, me parece el acto más logrado hasta ahora del Año Franco. Los españoles que no lo conocieron se habrán llevado una impresión muy exacta de lo que fue el franquismo.
3. La épica del periodista, cuando él mismo la exhibe, resulta un tanto sospechosa (además de embarazosa). Máxime si, como ocurre ahora, nuestro autoproclamado héroe del Watergate local por quien se desvive es por Nixon.
4. La otra noche confesó José Ignacio Wert en La Brújula que le gustaba Vicky Cristina Barcelona. Así que somos dos, porque a mí también me gusta. Rafa Latorre y los demás contertulios se reían de esa película, y Daniel Gascón contó algo gracioso que dijo David Trueba cuando la vio: "Woody Allen ha podido comprobar por sí mismo lo difícil que es hacer cine español". Pero a mí me gustó: tenía un toque almodovariano con un cierto aire neoyorquino, más derivaciones landistas, no sé. A todo aquel cine de postal de Woody (París, Roma) en el peor momento de la crisis yo lo llamé "el verdadero rescate de Europa". Se prolongó en San Sebastián (un San Sebastián idílico, sin nacionalistas) y ahora Ayuso pone dinero (de los madrileños) para que Woody ruede en Madrid. Quiero ver esa película, naturalmente. Sería ideal que sacara el jardincito del príncipe Anglona, aunque es improbable. Más probable es que salga el templo de Debod, tan Central Park al atardecer...
5. Al templo de Debod precisamente le quieren meter mano, como a todo lo perfecto. La excusa es su conservación, cuando un encanto del templo es el tiempo pasando por la piedra milenaria. Es también una nube de las de Borges: "No habrá una sola cosa que no sea / una nube. Lo son las catedrales / de vasta piedra y bíblicos cristales / que el tiempo allanará...". Lo que tienen que hacer con el templo de Debod es volver a llenar el estanque, para que la piedra se refleje en el agua. Y para que en la sección que da al horizonte vuelva a manar el surtidor, el ónfalos de Madrid.
6. He tenido la precaución de no escuchar aún el disco de Rosalía. Me libro así (¡provisionalmente!) del riesgo de entrar en éxtasis orgásmico como el de la beata Albertona (así llamábamos jocosamente en el instituto a la escultura de Bernini) y que se me derrame en la columna.
7. Le han dado a Miguel Gomez Losada el I Premio Internacional de Pintura Ciudad de Sevilla por La mesa de Rosa (Sehnsucht). Rosa era su madre. Sehnsucht es una palabra del romanticismo alemán que significa "un incontrolable deseo en el corazón humano hacia no se sabe qué". Veo al jurado apreciando la pincelada. Conozco a Losada desde hace 32 años. Hace ya muchos que es un maestro de la pintura.
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En The Objective.
6.11.25
Ilustración lenta contra el nacionalismo
En La pulsión nacionalista (Debate), que llega hoy a las librerías, Manuel Arias Maldonado se propone una "ilustración lenta" no tanto contra el nacionalismo, como sobre el nacionalismo. Se ocupa del fenómeno de un modo amplio y ecuánime, con un intento de comprensión que no desdeña sus aspectos positivos, sobre todo en su origen; lo que pasa es que los negativos son tan abrumadores a estas alturas, y han sido tan devastadores, que el efectista contra de mi título no deja de resultar pertinente. El carácter lento de la ilustración, por otro lado, asume la dificultad de promover la razón en un ámbito dominado por una arraigada irracionalidad.
El ideal que alienta este libro es el cosmopolita, así como el de la democracia liberal. Para ambos, relacionados entre sí, corren malos tiempos: por los populismos y extremismos en boga, por el identitarismo y el nacionalismo. "El protagonismo recobrado por el nacionalismo político en las últimas décadas", escribe el autor, "constituye uno de los fenómenos más desconcertantes de la historia reciente". En efecto, pensábamos que "los desastres del siglo XX seguirían funcionando como una advertencia eficaz contra las tentaciones de la pertenencia agresiva en un mundo cada vez más globalizado".
En las poco más de cien páginas de La pulsión nacionalista, Arias Maldonado logra articular este estupor, con un estudio sobre el origen histórico del nacionalismo (y lo que sean las naciones), un análisis de la "psicopolítica" de la nación (es decir, la psicológica necesidad de pertenencia y sus efectos políticos), una disección del derecho a la autodeterminación y sus reivindicaciones debidas e indebidas, y una propuesta para un horizonte "posnacional" y justamente cosmopolita.
Mientras que el concepto de nación es antiguo y ha ido mudando con el tiempo, el nacionalismo es un fenómeno moderno surgido de la Revolución francesa. Se trataba de arrebatarle la soberanía, es decir, la legitimidad del poder, al monarca en favor del pueblo, lo que explica el carácter liberal que tuvo el nacionalismo inicialmente. El asunto se complica con la diversidad de elementos en juego: por un lado, los Estados nación que se apoyan en el nacionalismo como aglutinante, que en los casos más flexibles impulsan una idea de nación cívica y en los más rígidos una idea de nación étnica; y por otro lado, las naciones o etnias sin Estado, que tienden a suscitar tensión o provocar conflictos en el Estado o los Estados a los que pertenecen.
De entre todos los asuntos de que Arias Maldonado se ocupa, destacaría el hecho de que el nacionalismo crea en buena medida la nación que ensalza y a la que se entrega. Más allá de elementos reales que puedan componer una nación, como la lengua, la religión o las tradiciones, su carácter unitario suele ser fruto de una mitificación (y mixtificación) con participación violenta. Por eso está bien traída esta cita de Ernest Renan (autor de la célebre caracterización de la nación como "un plebiscito diario"): "El progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para la nacionalidad". En la misma línea, Ernest Gellner afirma que "el nacionalismo se inventa las naciones".
La claridad admirable de la exposición, presente en todas las obras de Arias Maldonado pero en particular en aquellas en que hace hincapié didáctico, como en la precedente Abecedario democrático (Turner), junto con el estilo elegante y conciso, que se deja espacio para toques humorísticos e irónicos, hace que la lectura de este prontuario, además de provechosa, resulte placentera. La pulsión nacionalista constituye así un ejemplo del ideal que pretende. Ese mundo cosmopolita trabajado por la "ilustración lenta" sonaría de un modo parecido.
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En The Objective.
2.11.25
En un ataúd de Halloween, para llorar o reír
[Montanoscopia]
1. Digan lo que digan las encuestas, a la baja en cualquier caso, el PP parece ya un Javier Arenas colectivo, personificado en el cada vez más arenesco Feijóo. Cunde el miedo al gatillazo: miedo que, como sabemos, es un certero factor del gatillazo. Hay tantos fallos a la vista que no se entiende cómo no los ven ellos mismos. Por ejemplo, que el ominoso Mazón siga pululando por ahí. Su jeta debería haber desaparecido hace un año de la vida pública española. También el espectaculito del Senado, con el meritorio Miranda disparándole epiléptica e infructuosamente al cínico Sánchez, quien se puso gafas de mafioso de Casino. Yo tenía la ilusión de que el PP llegase (¡sin mi voto!) al Gobierno. Primero por el fin del sanchismo. Segundo por ver a amigos míos como subsecretarios de Estado. Pero estos amigos van envejeciendo y nada. Amenazan con ser los sempiternos príncipes Carlos de las subsecretarías de Estado.
2. En su artículo sobre la sesión de escenificación, que no de investigación, del Senado, suelta esta perla Jabois: "el antisanchismo es una enfermedad que está destruyendo a las mejores mentes de la derecha". Está claro que un peligro del antisanchista es convertirse en un sanchista del antisanchismo: el envilecimiento (así como la pesadez) amenazan siempre. Pero que hable de destrucción de mentes ajenas uno que se reboza cotidianamente en las de El País y la Ser, y que además se mira al espejo, es para meterse en un ataúd de Halloween y no parar de llorar, o reír.
3. De todos los giros en curso, el católico (como bien lo ha formulado Garrocho) es el que me resulta más simpático. Es una prueba de la astucia de la Sinrazón. Y también, por cierto, de la implacable vigencia de Nietzsche, cuya "muerte" proclaman ahora Gomá y Ana Iris. En cuanto a la moda monjil, era casi una consecuencia lógica del feminismo puritano de moda. Aunque lo de hoy no pasa de ser un revival ingenuo de lo que ya se ofreció de un modo más avisado en la Movida: de la película Entre tinieblas de Almodóvar a la canción Quiero ser santa de Parálisis Permanente.
4. La clave de Morituri, de Sanz Irles, que acaba de editar Sr. Scott, podría ser: muerte con vidilla. Es una profunda novela sobre la muerte (sobre el envejecimiento y la muerte), pero recorrida (¡animada!) de tal modo por la electricidad literaria que uno lo que quiere es permanecer en la vida para seguir leyendo novelas como esta. La combinación de tema lúgubre y expresión jocosa es en cierto modo medieval, lo que entre nosotros remite a las danzas de la muerte y a obras como el Libro de buen amor o La Celestina; por la misma razón, podría decirse que es joyceana. El desparpajo verbal del narrador, que por estar fuera de la historia puede no solo contarla sino reflexionar sobre el contar, con extremada autoconciencia de las palabras y los procedimientos que utiliza, convierte cada página en un festín para el lector hedónico. Está bien que el contrapeso sea grave, porque así el juego resalta más. De algún modo, se habla de la muerte (y de la eutanasia y el suicidio, con consideraciones médicas, políticas y filosóficas) desde el chisporroteo de la vida: como para ilustrarnos lo que se pierde. La trama, que contiene elementos de la novela picaresca, con un crescendo casi berlanguiano, esperpéntico, humorístico, punteada a la vez de erotismo y de crepúsculo, es, como escribió Jaime Gil de Biedma sobre los poemas de su amigo Gabriel Ferrater, tras su suicidio, una añagaza para retenernos.
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En The Objective.
31.10.25
A favor del cambio de hora
[La Brújula (Opiniones ultramontanas), 2:08]
Buenas noches. Yo estaba rabiosamente en contra del cambio de hora, pero en cuanto Sánchez se ha manifestado también en contra, yo me he vuelto un fanático en favor del cambio de hora. ¡Así funciono! De pronto me he puesto a verle virtudes formidables al cambio de hora y ya no concibo mi vida sin el cambio de hora. La vida, de hecho, suele ser un tostonazo, un río monótono en el que nunca pasa nada... ¡Salvo el cambio de hora! El cambio de hora nos da vidilla dos veces al año y está bien que al menos nos pase eso. Por otra parte, los ingenuos que se oponen al cambio de hora (yo mismo hasta que habló el presidente) dan por hecho que el horario que se quedará será el de verano. ¡Quiá! Los gobernantes nos quieren con horario de invierno. Por la mañana temprano a trabajar y por la noche en casa recogiditos. Hay un dato que nos permite deducir esta preferencia del Estado por la opción más triste. ¿Qué es lo que hace el Estado ahora que cambia la hora? Pues robarnos una gloriosa hora de primavera para devolvernos, cinco meses después, una marchita hora de otoño. El Estado no engaña a nadie: nos roba oro y nos devuelve ceniza. Pero, aun así, está bien el cambio. A partir del pasado fin de semana, nos comeremos infinidad de tardes tristes, en que a las seis ya es de noche. Pasaremos muchísimas semanas con el ánimo por los suelos, que no levantará ni el suplemento de las luces navideñas. Pero el sacrificio merecerá la pena solo por la primera tarde larga que nos aguarda a finales de marzo, cuando el horario de verano regrese. Sí, solo por ese golpetazo de luz, intenso y deslumbrante (¡cosquilleante!), merecerá la pena.
30.10.25
Nuestra política mata
En el fondo soy optimista. Justo por ser catastrofista. Hago mío este aforismo, tan bernhardiano, de Cioran (lo tradujo en su día Savater): "Estamos todos en el fondo de un infierno, cada instante del cual es un milagro". No deja de maravillarme que las cosas funcionen más o menos: que salga agua del grifo, que haya fruta en la frutería y carne en la carnicería, que los coches se paren en el semáforo y se pueda pasar, que no andemos a garrotazos por la calle (aunque sí en Twitter), que se encienda la luz.
Es cierto que un día no se encendió la luz, durante horas. Y que ya no puedes asegurar tu tiempo de llegada si coges un tren de The Puentete. La catástrofe se insinúa, está siempre como fondo o posibilidad, amenazante. En el caso del ministrete, altísima la posibilidad. Pero por el momento son excepciones: la vida marcha aproximadamente. Para mí, en verdad, es milagroso.
El engranaje del funcionamiento resulta complejísimo. Es un artilugio de relojería que se diría que funciona de chiripa si no funcionase tan persistentemente. Debe de deberse a unos ajustes y reajustes ancestrales, que vienen de muy atrás y que se mantienen en buena medida por una prodigiosa inercia. Pero nada está garantizado y, en el fondo, todo es frágil. Basta eso, un ministrete, para que los trenes (¡por los que, junto a las fábricas, se inventó la hora común!) vayan de estropicio en estropicio y aparezcas a las nueve de la noche cuando tu cita (¡de vida o muerte!) era a la una de la tarde.
Para lo que se sale de la normalidad es para lo que hace falta pericia, fruto de la preparación y la experiencia. Pero los que están al mando carecen en la actualidad de pericia, preparación y experiencia. Son gente que estaba ahí para otra cosa, para el lío político. Como estaba Illa de ministro cuando la pandemia, que le pilló sin tener ni idea de nada. Cuando la cosa va por sí sola, hay poco problema. Ahora, si la cosa se tuerce, se acabó.
Recuerdo que un amigo se apuntó a un curso de conducción deportiva en el circuito del Jarama. Le enseñaban maniobras para momentos de apuro. En su vida diaria de conductor no le hacían falta. Pero tuvo que recurrir a ellas en un par de ocasiones en las que, sin ellas, se la habría pegado. Esa es la cuestión.
La invasión de los políticos en todas las esferas de la vida pública española es la invasión de los inútiles. Por el procedimiento de selección adversa mediante el cual suben (cual mecanismo de retrete aberrante, regurgitador de heces, lo peor de la sociedad sin lugar a dudas; estarían los delincuentes y ellos, que también son delincuentes), no hay nadie en un puesto clave que esté a la altura. Así se puede afirmar que nuestra política mata. Cuando adviene una catástrofe, la irresponsabilidad se cuenta en muertos.
En el primer aniversario de la dana (237 muertos), todos deberían estar tendidos boca abajo en el suelo pidiendo perdón; o mejor, no estar. De Mazón a Sánchez, pasando por el resto, como aquella encargada de las emergencias que no sabía cómo se activaban las emergencias. No hay diferencia entre los partidos porque todos se nutren del mismo tipo de inútiles desaprensivos. Incluidos, naturalmente, los que se presentan como alternativa radical y serían aún peores.
Pero la situación no debe de estar tan mal, en realidad. Exceptuando las catástrofes, en el día a día vamos tirando, pese a nuestros políticos y pese a todo. Es un milagro increíble.
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En The Objective.
26.10.25
Héroes de anécdotas triviales
[Montanoscopia]
1. En homenaje a Diane Keaton revisité Misterioso asesinato en Manhattan. La había visto dos veces y las dos me pareció una película buena y entretenida. Solo ahora he apreciado que también es perfecta. Woody Allen en su plenitud: ¡ametralladora de chistes mientras avanza la trama! Para mí fue además importante porque desde que la vi en el cine en 1994 me sumé al ritual de ver todas las de Woody en la primera sesión del día de estreno (o la más próxima a esa que pudiera). Un ritual que se terminaría, pensaba, cuando Woody muriese. Pero se ha terminado antes, por la nueva Inquisición.
2. Leído el Primer cuaderno Borges de Roberto Alifano (Renacimiento). Anoté aquí que iba a ser un libro para todo el verano, pero pasó agosto, pasó septiembre y seguía con él. Lo he acabado solo ahora, a finales de octubre. Al devolverlo melancólicamente a la estantería caigo en que mi propósito se ha cumplido: el verano se ha venido arrastrando, como mi lectura, hasta esta fecha.
3. El Borges de Alifano no es un libro imprescindible, pero sí interesante. Asistimos a la cotidianidad de Borges en tiempos turbulentos, la Argentina de 1974 a 1976: los últimos meses de Perón, el gobierno de su viuda, el golpe militar; en la vida privada de Borges, la enfermedad y la muerte de su madre, al borde de ser centenaria. Una noche está cenando Borges y el restaurante tiembla: ha estallado una bomba en el edificio de enfrente. Por esos episodios, dice el escritor argentino: "Nos estamos convirtiendo en un país latinoamericano". Pero él sigue dictándole a Alifano sus cuentos y sus poemas. Todos son buenos, algunos son obras maestras. Quizá no hay que olvidar que aquel mundo murió, pero no su obra.
4. Llevo doscientas páginas de las setecientas de la biografía Jorge Luis Borges. Un destino literario de Lucas Adur (Cátedra) y este sí es un libro imprescindible. He pasado por su juventud vanguardista, por sus trifulcas y polémicas. Borges diría maravillosamente de entonces, pasados muchos años: "Todos queríamos ser héroes de anécdotas triviales". Y continuamente hallazgos. A un amigo que se suicidó le dedica un poema (recogido en Cuaderno San Martín) que tiene este verso: "si tu voluntad fue rehusar todas las mañanas del mundo".
5. Una información preciosa de la biografía. Resulta que Lorca, sobre el que Borges siempre hizo chanzas, le influyó: le enseñó a combinar lo popular con la vanguardia. ¡Nunca hagan caso de las chanzas que hacemos los escritores!
6. El usual Lucas y el acomodaticio Del Molino se han confabulado para rebajar el nivel de la cultura española. ¡Juntos componen una genuina pinza jibarizadora! Lucas fue el que propuso a Byung-Chul Han, el Murakami de la filosofía, para el premio Princesa de Asturias, con lo que el premio ha tenido este año menos categoría que el Planeta. Por su parte, Del Molino ha metido en el noble recinto de la Fundación Juan March, para hablar de libros, a Ramoncín y Víctor Manuel. ¡Se dice pronto! Doy por hecho que ya tiene en el cargador, para un próximo disparo goebbelsiano, a Milikito.
7. Si quieren deprimirse con dignidad, elevación y limpieza, pónganse el vídeo de la charla de Manuel Arias Maldonado con Rafael Jiménez Asensio en el Centro Cultural La Malagueta de anteayer: España y su reforma inacabada. Jiménez Asensio habla, a partir de Galdós y Valera, de la incompetencia de España para construir un Estado liberal. Seguimos siendo un país de fanáticos (Valera). Entre las perlas, esta de Tocqueville: "No hay nada más difícil de gobernar que un pueblo de solicitantes".
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En The Objective.
23.10.25
Thomas Bernhard en el momento decisivo
Qué gustazo que Thomas Bernhard sea otra vez novedad editorial. Lo fue hace unos meses con Andar, en la traducción de Virginia Maza para Contraseña, y lo es desde hoy con la edición crítica en Cátedra de Maestros Antiguos, a cargo de Javier Aparicio Maydeu, en la traducción de Miguel Sáenz que ya estaba en Alianza. Antes de entregarle en 1985 esta novela a su editor Siegfried Unseld, le escribió Bernhard: "La producción literaria de hoy, en conjunto, ha llegado a su punto más bajo y alcanzado su peor gusto. [...] No se publican más que cursiladas y basura sin pies ni cabeza. [...] Los escritores son estúpidos sin arte y los críticos charlatanes sentimentales". Estas frases siguen vigentes cuarenta años después. Entonces como ahora una colosal excepción fue y es Thomas Bernhard.
Cada vez que me preguntan por qué libro de Bernhard empezar doy respuestas ligeramente distintas. Pero de un tiempo a esta parte se repite una: por Maestros Antiguos. Es quizá el Bernhard perfecto, el que alcanza la plenitud de su arte con el elemento que hace que todo arte vuele: la ligereza. El aparato bernhardiano, aparentemente (solo aparentemente) pesado, tiene en Maestros Antiguos una insólita levedad. La clave la da el autor en el subtítulo: Comedia. La tragedia de la vida, presente aquí como en todo Bernhard, se aligera de un modo casi entrañable: se diría que humano.
Maestros Antiguos contiene varios de los pasajes más memorablemente humorísticos de toda la obra de Bernhard: las páginas sobre el mal estado de los retretes vieneses ("los retretes más sucios de Europa"), sobre los Habsburgo o sobre el austriaco ("que es siempre un innoble nazi o un católico estúpido") y las andanadas contra Stifter, Bruckner, Mahler y Heidegger, que se saldan a carcajada limpia. De este último dice: "Lo veo siempre en el banco de su casa de la Selva Negra, sentado junto a su mujer que, con su perverso entusiasmo por tricotar, le tricota ininterrumpidamente medias de invierno con la lana tundida por ella misma de las ovejas heideggerianas". Y: "Era totalmente poco inteligente, carente de toda fantasía, carente de toda sensibilidad, un rumiante filosófico superalemán, una vaca filosófica constantemente preñada, que pastaba en la filosofía alemana y durante decenios dejó caer sobre ella en la Selva Negra sus coquetas boñigas".
En The Nihilism of Thomas Bernhard, Charles W. Martin observa dos grandes periodos en la obra narrativa bernhardiana, con la pentalogía autobiográfica como eje o transición. El primero, duro, radical, asfixiante, lo compondrían las novelas Helada, Trastorno, La Calera y Corrección. Cada una de ellas con una novela corta con la que haría pareja; respectivamente: Amras, Ungenach, Jugar al watten y Andar. Tras la pentalogía autobiográfica, entreverándose inicialmente con ella, vendría el segundo periodo. Al principio, novelas más breves, menos densas, marcadamente irónicas: Sí, Los comebarato, Hormigón y El sobrino de Wittgenstein. A continuación la llamada "trilogía del arte": El malogrado, Tala y Maestros Antiguos. Por último, el testamento: Extinción. Se ha venido diciendo (Maydeu lo repite) que esta, última en publicarse, fue en realidad la penúltima en escribirse y que la verdaderamente última es Maestros Antiguos. Pero J. J. Long deshace el malentendido en The Novels of Thomas Bernhard: el orden de publicación es acorde con el de escritura.
Lo cual no quiere decir que Maestros Antiguos no sea otra especie de testamento. Ante todo, un testamento literario. Es la novela del segundo periodo formalmente más parecida a las del primero, con un personaje monologante (aquí Reger) de cuyos monólogos da cuenta otro (aquí Atzbacher) y con uno más en liza (aquí Irrsigler). El prodigio de Bernhard es haber logrado que ese tipo de novela, que ya era valioso en su primera fase, con sus cuatro novelas maestras más sus cuatro novelas cortas también maestras, fluya con una naturalidad fuera de serie. Es la consumación maravillosa de un arte.
El esquema argumental, como ocurre habitualmente con Bernhard, es sencillo: Reger, octogenario crítico musical del Times, ha quedado con su discípulo Atzbacher en el Kunsthistorisches Museum de Viena ante El hombre de la barba blanca de Tintoretto. Reger se sienta ante ese cuadro tres o cuatro horas, a veces cinco, "un día sí y otro no, salvo los lunes", desde hace más de treinta años. Para ello cuenta con la complicidad del vigilante del museo, Irrsigler, que a veces le cierra la sala para él solo. En esta ocasión, de manera excepcional, Reger ha vuelto a citar allí a Atzbacher por segundo día consecutivo, con un propósito que se revelará en la última página. Atzbacher ha aprovechado para ir una hora antes y poder espiar a Reger desde otra sala. Naturalmente, en este esquema Bernhard introduce evocaciones del pasado, historias en diferentes planos y, sobre todo, las elucubraciones verbales de Reger sobre asuntos filosóficos, literarios, artísticos, históricos, políticos, vitales y (¡sorpresa!) amorosos.
Bernhard escribió Maestros Antiguos justo tras la muerte de su mujer, Hedwig Stavianicek, treinta y cinco años mayor que él y a la que llamaba a veces "mi tía" y a veces "el ser de mi vida". Llevaba con ella desde los diecinueve años. Reger ha perdido también a su mujer y hacia el final de la novela se cuenta su duelo, en las que quizá sean las páginas más intensas y emocionantes de Bernhard. Tiene que ver con el asunto, con el título. Los Maestros Antiguos de la pintura, a los que por otra parte Reger les encuentra defectos ("un cuadro genial al ciento por ciento, eso no lo consiguió nunca ninguno de esos, así llamados, Maestros Antiguos; o fracasaron en la barbilla o en la rodilla o en los párpados, así Reger"), nos dejan solos en el momento decisivo.
Así lo escribe Bernhard, y no encuentro conclusión mejor:
Nos acostumbramos naturalmente durante decenios a un ser humano y lo amamos durante decenios y lo amamos en definitiva más que a cualquier otro y nos encadenamos a él y, cuando lo perdemos, es realmente como si lo hubiéramos perdido todo. Siempre había creído que era la música la que lo significaba todo para mí, a veces al fin y al cabo también que era la filosofía, la literatura elevada y más elevada y elevadísima, lo mismo que, en general, que era sencillamente el arte, pero todo eso, todo el arte, el que sea, no es nada en comparación con ese único ser querido. [...] Cuando uno ha perdido a su ser más próximo, todo le resulta vacío, ya puede mirar adonde quiera, todo está vacío y uno mira y remira y ve que todo está realmente vacío y de hecho para siempre, así Reger. Y uno comprende que no son esos Grandes Ingenios ni esos Maestros Antiguos los que lo han mantenido vivo durante decenios, sino solo ese ser único, al que quiso más que a ningún otro.
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En The Objective.
19.10.25
Ser español es lo más pesado que hay en el mundo
[Montanoscopia]
1. El pobre PP, después de tropezar con las mamografías y el aborto, tropieza con la inmigración. "La nacionalidad española no se regala, se merece", ha dicho Feijóo. ¡Jóo, macho! Yo solo firmaría la frase si se entendiese el último verbo en su sentido de merecer castigo. La nacionalidad española es una formidable condena. Ser español es lo más pesado que hay en el mundo. Y no digamos en sus variantes catalana y vasca: las maneras más pesadas, de entre las pesadas, de ser español. García Calvo caló muy bien a estas Españitas. El gran problema español, no me canso de repetirlo, es la incapacidad para el pensamiento abstracto. Incluido el pensamiento político abstracto. No se comprende la limpia noción de ciudadanía universal, vacía, sin adherencias. Hay una pulsión fatalmente falangista por introducir contenidos espurios. También (ninguna facción española se libra) en nuestra malbaratada izquierda.
2. Me ha hecho gracia el revolcón al gañán Aroca por ponerse a cloquear en la cadena Ser mientras hablaba la perla Harbour. El feminismo ha empezado a criticar el machismo de la izquierda. Ha tardado, pero está llegando. Lástima que no le alcanzase, porque ya murió, a un celebrado mago de la literatura. Este no dejó pruebas escritas, a diferencia de Neruda con su "me gusta cuando callas", contra el que ya espabilaron también. El de Luisgé fue un episodio anterior a este de Aroca. El feminismo no duda ahora en meterse en el corazón del sanchismo para afirmar su hegemonía.
3. Escribe Del Molino una simpática columna sobre Antonio Famoso, el hombre que pasó quince años muerto en su casa sin que nadie lo advirtiera. Como sus cuentas estaban automatizadas, "era el ciudadano perfecto, siempre al corriente de pago". Añade el columnista de El País: "Ni siquiera votaba, para no estropear las encuestas ni exacerbar la polarización". Esto último es particularmente simpático. Más simpático aún, aporto yo, es que Famoso superase a Ábalos en el número de años sin pasar por el cajero (quince a seis). Pero lo que convierte a Famoso en el ciudadano definitivamente perfecto es que jamás dijo ni mu sobre Sánchez, como cualquier simpático columnista de El País.
4. El nombre sórdido de Rodríguez Menéndez no me evoca sordidez, sino felicidad. Al leerlo en la noticia de su muerte me ha llegado el inconfundible aroma. La felicidad es por la tertulia que tenía entonces en Madrid con el escritor Fernando Marías y otros amigos. Es la única vez que he tenido una tertulia fija y era estupendo, porque te arreglaba la semana. Nos reuníamos en el Café del Prado, en la mesa del altillo. Había un piano cerca. Entonces no sabía que en aquella calle del Prado (no confundir con el paseo) vivía el narrador de El malogrado de Thomas Bernhard, una historia de pianistas. Pero en la tertulia nunca hablábamos de literatura. En aquel tiempo le dieron el premio Nadal a Fernando por El niño de los coroneles y en las entrevistas le oímos hablar de libros por primera vez. "Nos hemos tenido que enterar por la prensa de que te gusta Joseph Conrad", le dijimos. De lo que hablábamos era de cine y de cotilleos. Rodríguez Menéndez salía todas las semanas. Era nuestro héroe negativo. Nos reíamos con sus exabruptos. Uno de nosotros supo un suceso terrible del abogado en un piso de Atocha y lo contó una tarde. (No lo puedo revelar.) Me lo crucé una sola vez, mientras me dirigía a un concierto de Bebel Gilberto. La vida es así de rara. Un tipo como ese formaba parte de un paisaje en que fui feliz.
* * *
En The Objective.
17.10.25
El más distinguido club de escritores
[La Brújula (Opiniones ultramontanas), 3:03]
Buenas noches. ¡Semana de premios! Merecidísimo el Antena de Oro para nuestro Rafa Latorre (¡felicidades, jefe!). Merecidísimo también el Nobel de la Paz para María Corina Machado. Sobre el Planeta no digo nada, porque es de esta casa. En cuanto al Nobel de Literatura, me da buena espina el húngaro de nombre raro. Pero tengo que decir una cosa: respetar este premio después de que se le negara a Borges me parece mucho respetar. Los suecos se hicieron ahí los suecos de manera irreversible y se autolesionaron mortalmente. Cada año entramos en el juego de valorar al premiado, y me parece bien, porque con algo hay que llenar la vida; pero no debemos olvidar que es eso, un juego. El Nobel de Literatura hay que verlo al revés. El verdadero premio es no ganarlo. El escritor sin Nobel pertenece a un club del que forman parte –además de Borges– Proust, Joyce, Jünger, Salinger, Lispector, Pessoa, Vallejo, Onetti, Galdós, Kafka, Rulfo, Nabokov, Greene, Highsmith, Ginzburg, Cavafis, Rilke, Chesterton, Svevo, Simenon, Piglia, Marías, Conrad, Cioran o Bernhard. Los escritores pertenecemos de entrada a este club tan distinguido. Pero cada mes de octubre uno de nosotros es expulsado. La ejecutora de la patada en el culo es la Academia Sueca, que, aunque malvada, al menos se compadece de los pequeños y escoge a los más envalentonados. Fue maravilloso cuando expulsó a Saramago, por ejemplo. Es cierto que a los no poseedores del Nobel nos da pena que ya no podamos contar con Mann, Faulkner, Beckett, Bellow, Jiménez, Paz, Varguitas, Coetzee, Szymborska, Glück o Jelinek. Sin ellos, el club es algo menos distinguido, ciertamente. Pero lo que jamás le perdonaremos a la Academia Sueca es que haya mantenido entre nosotros a Tolstói, quien, como saben los asiduos de estas opiniones ultramontanas, es un piernas.
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